Cachetina sería su nombre, niña greñuda de cabellos marrones y cara de puchero - se parece a su padre, dicen -.
Contracciones indecibles, estertores, llantos y gritos, acompañaron el memorable acontecimiento, que a pesar de ser breve, es inolvidable. Paredes verdes alrededor, mujeres multíparas con ira en los ojos y las nuevas, como ella, con caritas llenas de lágrimas y de incertidumbre.
Parto inducido fue. Las contracciones no llegaban y el agua se derramaba. Oxígeno. Tacto. Oxitocina.
Al fondo, entre dolor y dolor, 'nuestra canción' de Monsieur Periné, sonaba por la clínica. Benditos buenos gustos de los médicos aquellos. Esa era la señal divina que Katrina Pepina necesitaba para saber que todo estaría bien. Dios había puesto una de sus canciones favoritas en medio de todo y de la nada, para mostrarle cuánto las amaba.
Una cuarenta y tres de la mañana, dieciocho de febrero de dos mil dieciséis. Siendo la última en sala de parto, pero superando las expectativas de los médicos de turno - entre cuchicheos se enteró después que apostaron que alumbraría a las siete de la mañana - nació nuestra niña.
Episiotomía indolora y sutura sin la misma suerte.
Llanto rápido, piel rojita. Tres kilos ciento cincuenta gramos y cincuenta y dos centímetros de dulzura y perfección.
Mamá la conoció. La tuvo sobre su pecho y le cantó, una y otra vez, lo que ya en la pancita ella conocía.
Se veía una persona recién nacida, cargando a una pequeña bebé.
Cachetina es resiliente y profundamente fuerte. Así lo mostró desde que nació. No es de llorar, o de tener miedo. Enfrenta las cosas estoica, sin llorar, sin temer. Sólo espera. Y duerme, duerme con profunda paz, como el que sabe que las cosas sólo son y serán bien.
Esta es la historia de cómo llegó al mundo, de cuán amada es desde entonces, de lo bello de sus ojos y su corazón.
- Siempre la contaré para ti. Pero si un día no estoy, aquí está, para que no la olvides, niña mía.
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