miércoles, 1 de mayo de 2024

Colombia.

Llegó sin esperarlo.

Lo soñaba desde muy joven, pero para ella, era un sueño vedado, imposible. 

Escuchaba el acento, veía las frutas exóticas y los colores. Las personas se agolpaban en las calles, de todos tipos, de toda gente. 

Desde que Katrina Pepina empezó a viajar, algo en ella le llamó. Le recordó el anhelo juvenil. 

Conoció una mujer maravillosa que tenía ese bonito acento costeño, que olía a maracuyá y piña, a vallenato y pájaros de colores.
Era hermosa. 

Rieron juntas, bailaron, compartieron. Y después de tres días, la historia se acabó. Era un encuentro fortuito, de esos que te marcan la vida y el corazón.

Las distancias y los tiempos hacían de su amistad un vínculo bonito, ligero, creativo. 

Y, contra todo pronóstico, estuvieron juntas otra vez. 

Juntas en la tierra del cacao y los quesos. La panela y el sol. 
La lluvia y la selva. El tinto y el pan. 

Era un sueño real.

Casas, edificios, paredes, todo era café. Y olía a café. 

Nubes de humo en ciudades grises. 
Ropas ligeras en calles empedradas. 
Casitas blancas, con tejados naranjas y gladiolas en las ventanas. 
Ruido, ruido. Algarabía de músicas felices.
Motocicletas por doquier. Gente entre los autos deprisa. Viento caliente y húmedo. 
Amaneceres de madrugada, anocheceres a media luz. 
Arroz, papas, patacones. 
Arepas con queso y chocolate bien caliente. Empanadas. 
Personas sentadas a la banqueta, niños en pañal. 

En esa tierra, en ese momento, les conoció. 

Una niña de rizos marrones llegando a su cintura, con ojos grandes y palabras entrecortadas. Bailadora, ilustradora perfecta, exigente, dulce como una chupeta de arequipe. Risueña, juguetona y tierna. 

A su lado, una dulce niña de cabellos largos, de labios rositas y sonrisa de ensueño. De corazón noble y de esperanzas grandes, leía un libro. Se le notaba qué tenia grande el corazón, se le notaba que no le cabía en el pecho. Que el mundo estaba por quedarle pequeño, eso se notaba. Pacificadora, obediente y también protectora de los suyos.

Un hombre con música en la boca y en el alma, cantaba todo el día, lo que fuera, como fuera, para alegrar a las tres mujercitas. Fuerte. Valiente en su vida del mundo, pero con una dulzura y una voluntad de amarlas tanto, que no temía servir, servir, servir lo necesario para que fueran felices. 

Esos eran ellos. Y estaban rodeados de personas maravillosas qué les amaban y que compartían sus risas y sus penas. Que eran la pimienta y las especias de esa receta familiar.

La mujer con olor a piña, cocinaba cada día, con talento, con gracia, con sabor. Así como bailaba, así como reía, así como vivía. De su cocina salían olores suaves, intensos, dulces y salados. Sabía hacer milagros con yuca y sal. El arroz y el coco se hermanaban, los quesos se gratinaban, las frutas reían. 

Katrina Pepina se sentía amada. Ella trataba de no hacer bulto. De fundirse con el cuadro de colores. De esconderse entre los perros mechudos y no dar lata. Pero de repente la tomaban de la mano, la sacaban a jalones de alegría, la llevaban a la plaza o a la montaña o al lago o a donde fuera. Le metían los paisajes por los ojos, la comida por la boca, a Sebastián y a Kaleth por las orejas. Le alimentaban la vida.

Amó. Amó todo lo que vió. Porque vió todo lo que valía la pena ver. Árboles, animales, flores, lluvia, sol, tierra color mostaza, edificios naranjas, nubes llenas de agua y del calor del Ecuador. Mercados llenos de fruta y moscas, embutidos y quesos variados, hormigas que se comen, agua de la cascada, paisajes desde la montaña. 

Voló, rompió sus miedos y voló sola. A otra tierra, a otra realidad. Pero también voló de verdad, sobre un paraje, atada a una cuerda, con el corazón en el estómago. A cientos de pies de altura, los suyos se columpiaban, viendo la pequeñez del mundo y la vanidad de la vida.

Y al bajar de ese vuelo, estaban ahí. Esas dos niñas que se habían ganado su corazón. La abrazaban, le pintaban la carita. Le pedían cuentos y se reían de ella antes de dormir. Le subían los pies por la noche y le aventaban a los perros para que los quisiera. Bajo el aire del ventilador, en el amanecer, Katrina Pepina despertaba, estaban ahí. Despeinadas, contentas, en paz. Y las amaba. 

Ya no tuvo miedo. Todo se fué. El amor echa fuera el miedo, dicen por ahí. Y aquí pasó. Se sintió en casa. En una casa amarilla, azul y roja. En una casa con olor a patacón frito y a caldo de carne. A limonada fresca. A amor. 

El tiempo pasará, la vida también. Pero en ella quedará esta historia como el sello en el papel. Imborrable, único, real. Y será al final, sólo el sello y este cuento, los que atestigüen la belleza y la veracidad de esta aventura que Katrina Pepina quiere recordar hasta el final de sus días. 

lunes, 22 de abril de 2024

El colibrí.

Para la Prima Chicle, con todo el amor.

En el mundo hay pocos. 
Las personas los buscan, los acosan, los persiguen. Hacen de todo para poder, al menos, observarlos.

Los miran de lejos, pequeños, dulces, suavecitos y brillantes, muy brillantes. 

Ellos, en su ignorancia vuelan por ahí, aleteo tras aleteo, sin detenerse, ocupados en sus asuntos de pajaritos que beben néctar.

Pero hubo un día, en el que existió uno muy especial, porque era mágico. Brillaba como el oro puesto al sol. Su luz iluminaba todo alrededor, y al tocar alguna superficie, ésta, por ese instante, se tornaba del mismo color dorado del ave.
¡Era un espectáculo maravilloso!

El colibrí volaba de aquí para allá, pegaba el piquito a una flor y ¡pum! La flor se tornaba dorada, llena de destellos, como en un sueño increíble. Un evento de milésimas de segundo.

Un día, un campesino amable lo encontró. 

Volaba entre azahares, blancos y dorados, rapidito, ocupado en aprovechar el jugo de tan aromática flor. 

¡El hombre quedó tan impresionado de su belleza, de su esplendor, de su magia! Y deseó poseerlo, para poder, al menos, tocarlo por una vez.

Puso miel y semillitas, día tras día. Primero, en su ventana. Después, en un platito. Al final, en su mano.

Y el colibrí llegó. 

Al ser tocado por él, el campesino brilló, ¡brilló! Y la sensación de su cuerpo fue de sol tibio, brisa en el rostro, muerte chiquita, olas del mar. Todo junto. Era la sensación más increíble que jamás había sentido en su vida.

Lo sujetó. Quiso atarlo, dijo amarlo. Lo metió a una jaula de cristal con una varita de diamante y con comidita especial. Seguido iba y lo tocaba, fascinado por su belleza y su capacidad de hacerlo brillar y sentir como ninguna otra cosa jamas. 

El colibrí, comía, volaba y veía todo alrededor, pero sentía que algo no estaba del todo bien. Quería salir por la ventana y subir a la copa del árbol de enfrente, pero chocaba con algo duro e invisible. Al principio, no lo había notado, pero ahora, por más que intentaba, no lo lograba. 

El hombre venía y lo tocaba, pero a veces, por querer forzarlo, lo lastimaba. Él ya no quería ser tocado, ya no quería miel ni semillas. Quería salir. 

Su brillo iba atenuándose poco a poco. 

Un día, el campesino llegó cansado de sus afanes. Frustrado e incapaz de encontrar una mejor solución, buscó al colibrí. Era lo único que lo hacía sentir bien e importante. Aunque cada día era menos efectivo. 

El ave, en su jaula de cristal, había perdido la esperanza. Apoyada en el pequeño domo, estaba decidida a dejarse morir. 

Vio al hombre acercarse y mirarlo con enojo. Sabía lo que pasaría. 

La jaula se levantó, la mano se aproximó y le tomó con firmeza. El colibrí, sin luchar, esperó a que todo pasara pronto. Pero, sin esperarlo, el campesino cayó al piso y la mano lo soltó. 

Al principio, no supo qué sucedía, estaba confundido. Y un momento después, algo se encendió dentro de él. Nuestro pajarito miró alrededor a la ventana anhelada, y aunque su patita estaba rota, voló. 

Voló como pudo, con todas las fuerzas de su alas. Decidido a morir también, pero a hacerlo volando. Y salió. 

Afuera, todo era oscuridad y frescura. Incertidumbre. Grillos cantando canciones de ensueño y el olor húmedo de los árboles en abril. Estrellas, y al mirar bien, ese árbol qué tanto anheló alcanzar. 

Pero fue un colibrí sabio. Voló con cuidadito de no tocar nada. De no dejarse ver. Se alejó suficiente de aquel lugar y entonces, en el hoyito de un árbol, reposó. 

Amaneceres pasaron, y el ave sanó. Sus plumitas volvieron a brillar y recuperó su candor, su brillo, su poder.  Salió del hueco aquel y emprendió el vuelo a lugares más verdes, más lejanos. 

Sigue haciendo brillar todo lo que toca. Sigue dándole alegría a lo que con él coincide. Continúa su vuelo sin rencores pero con la sabiduría de saberse suyo, de nadie más. Ahora es consciente de su magia, de su fuerza, de su esplendor. 

Afortunados son los que con él coinciden, los que le observan. Muchos le buscan, dicen amarle. Pero es bien sabido ya que el anhelo desmedido hace del amor una codicia que corrompe y vulnera. Qué corta y atrapa. Nuestro colibrí lo sabe también. 

¿El campesino? Despertó. Lleno de ira y frustración, de dolor por haberlo perdido, lloró. Lloró amargamente y lo buscó. Pero después de un tiempo entendió que no volvería. 

Porque las cosas maravillosas sólo pasan una vez, nunca de la misma manera. Aquel campesino llevó en su recuerdo aquellos días en que se sentía el dueño de toda la magia del mundo. Y atesoró esta historia, para siempre. 

miércoles, 6 de marzo de 2024

Manzana

Esta es la historia de una manzana.

Fresca, redonda y chapeteadita. De esas de temporada que, aunque tal vez no pasen la verificación para ser exportadas como Washinteras, son suavecitas por dentro y muy dulces.

Sus amigos, apio, pera y banana, la acompañaban, la aconsejaban y disfrutaban su tiempo con ella. Pero había un problema: ella sentía que no encajaba.

Entristecía porque no era tan olorosa como su amigo apio, alto, delgado e imponente.

Se preocupaba porque sus curvas no eran tan pronunciadas como las de pera, a quien toda envoltura le quedaba espectacular.

Trataba de ser tan alegre como banana, con ese color tan brillante y ese ritmo bailador que sólo tienen aquellos que vienen del clima cálido. 

Días enteros fue la lucha de manzana por parecerse a sus amigos. Por ganar altura, delgadez, color, estilo. A veces creía que lo lograba. Por momentos se veía al espejo y se notaba mas verde, más alta, un poco más interesante. 

Ella, toda manzana, era maravillosa y no lo sabía. 

En su lucha por 'mejorar' en sí misma, el tiempo se le fue.
Y un día nublado, notó qué en su roja y brillante piel aparecía una pequeña mancha color marrón.

Dolía un poco y olía raro. 

Y anheló, ya no ser como sus amigos. Sino volver a ser ella, sin esa mancha rara. 

Su lucha había cambiado. 

Pomaditas, etiquetas, hasta un capacillo. Lo que ayudase a disimular servía. 

El tiempo seguía pasando. 

Y, un día, harta de luchar, se rindió. No. No dándose por vencida, sino aceptando con amor que era una manzana. Aceptando su manchita. Cuidándose para mantenerse un poco más de tiempo en las mejores condiciones posibles, disfrutando de su propio olor, viendo su rojez. Amándose.

Se puso derechita en el frutero, con su lado más brillante a la vista, se alegró de existir, y su corazón saltó de alegría cuando, en el momento oportuno, una mano la tomó, una boca la mordió y una voz se escuchó:

- Es la manzana más sabrosa qué he probado en mucho tiempo, redonda, chapeteadita y dulce. ¡Tan suavecita por dentro! 

¿La manchita? Ni se vió. Y sólo el centro de ella quedó, para que con sus semillas, un manzano pudiera un día crecer, y dar muchas que, como ella volverían a repetir esta historia. 

domingo, 25 de febrero de 2024

La vagancia

Katrina Pepina divaga.

Es una afortunada pestañista que hace cejas y estira cueros. En eso se ha convertido. Trabaja de once a siete, de lunes a sábado. Su personaje por estos días es una mujer talla chica de cabello rubio, tacones altos, ropa negra y vestidos, varios vestidos.

Dientes derechos, cordialidad y socialización digital son sus atributos públicos.

Pero su familia la conoce más. Es una niña con cara de señora, mente atormentada, adicta a la ropa igual pero de diferente color y al pan. Dependiente de abrazos de su marido, reñidora e insolente. Madre a ratos y mala ama de casa. Amiga exigente y poco disponible.

Dura, dura consigo misma como el peor entrenador con sus pupilos, condescendiente con el mundo y necesitada de aceptación. 

- Es un bonche de ternura, - dicen quienes le conocen poco.
- Es un alacrancillo rosa, - dicen quienes le conocen más. 
- Soy las dos cosas - dice la qué dice conocerse. 

Está aprendiendo a amarse, a aceptarse.
Ahorita va en el paso de autocuidarse y protegerse. De no quedarse encuerada para vestir a los demás. 

- Y me va saliendo poco a poquito. - Nos cuenta la mencionada. 

Quiere ser un buen ejemplo. De lo que no se debe de hacer, y de lo que sí. Dicen por ahí que todos somos sabios en nuestra propia opinión y solemos creer que el camino que recorrimos es el mejor, para poder justificar nuestras decisiones. Así anda ella. 

Según sus cuentas, va más o menos a la mitad de su vida. Ojala menos que más. Para que tenga tiempo de seguir aprendiendo y sea cada vez más humilde y menos mula con Escorbuto, que se ha llevado la lotería con todo y piedritas. 

Anda buscando la paz. Abajo de la cama, en la iglesia, en el gimnasio, en la chamba. Pero siempre la encuentra en una tarde de película y pizza con Cache y Escorbuto. En una caminata por la placita de afuera de su casa al atardecer. En una caricia a Godofredo Panecito Astronauta (el chulillo de la casa), en una risa a carcajadas con la Prima Chicle y la misteriosa Chica del Nombre Muy Largo. 

En sus lágrimas. Qué corren todos los días por variopintas cosas, a veces dignas, a veces no tanto. En su música positiva y medio jacarandosa, en el aire frillito que le da en el rostro cuando corre. En los ojos rasgados de la sobrina Mechitas y la palabra 'tatuyo' (plátano, para los ignorantes) qué menciona La Niñita Chapetes a sus tres años. 

Viene a ratos, y se va. Como la vida, como el día, como todo cuánto existe. Como ella un día. 

- Qué chulada es vivir, aunque a veces toque llorar. - Dijo la nunca sabia pero siempre opinadora muchachita en cuestión. 


De abrazos y héroes

- Siete al día. - Es lo que dice Katrina Pepina a Cachetina cuando pregunta cuántos abrazos se deben recibir durante el día.
Katrina Pepina ama los abrazos. Son su expresión favorita de cariño. La llenan de paz, de seguridad, de consuelo. En ellos da comprensión, cariño, ternura. Recuerda los pequeños y formales (de compadres, les dice ella), los que se dan en un momento de tristeza y confortan el corazón, aquellos en que la cargan y le dan vueltas, flotando sus pies, los que duran mucho, los que duran poco.
Ella está segura que no hay cosa más bonita que abrazar. A Cachetina, al perro, a sus amigas, a Escorbuto, a la vida, a sí misma.
Pero de unos días para acá, no ha sido abrazada. En sus ocupaciones, en el ir y venir del mundo, se le olvidó como abrazar, y por consiguiente, anda por la vida como zombi, iracunda, necesitada, sola.
Cachetina la ve llorosa, mocosa, colorada. No es lo que quiere mostrar a su niñita. Quiere ser un buen ejemplo, pero si no llora se le endurece el corazón y entonces lo usa como piedra para aventar a todo el que se le acerca.
Quiere encontrar una solución. Un suéter amarrado a la espalda, el perro colgado al cuello como abrigo fino, alargar sus brazos como superheroina y abrazarse a si misma, pagar por un masaje, etcétera.
¿Dónde hallar la calma y la seguridad? ¿Dónde un refugio seguro?
No hay quien quiera salvarla. ¿Porqué espera ser salvada?
¿De qué, de quién?
Nadie lo sabe.
- Avisen si se enteran- dice. 

jueves, 22 de febrero de 2024

Invisible

"¿Cómo no te había visto antes, en ninguna otra parte, eh, eh? Siempre miro a otro lado pero hoy estabas justo delante..."

Escucha Katrina Pepina a todo volumen a Carlos Sadness. 

Y piensa, cómo, las personas existen hasta que las ves. 

Puedes pasar años en la misma cuadra, en la misma ruta. Pero a quienes no ves, no existen.

Así de limitados son nuestros ojos, nuestra mente, nuestro corazón. Así de breves los encuentros y las despedidas. 

Recordó cuando fue a Chilangolandia. Su tierra natal. ¡Cuántas personas! Eran como ríos en cada esquina, en el subterráneo, en el centro comercial.
¡Cuántas historias! Casi todas jamás contadas. Volátiles, perennes.

Gente que no son gente sino mares, existencias que nunca vuelven a coincidir. Que comparten por unos segundos el aliento, el espacio, el tiempo. Y desaparecen.

Y así como mirar hacia afuera, al de al lado, es darle sentido y existencia, mirar hacia adentro es un arte brutal en el que se es consciente de sí mismo, donde se recuerda que se es, que se hay, que se existe.

Hay que saber a dónde mirar afuera, y hay que amarse mucho para mirar adentro. Cerrar los ojos a lo vano, a los egos. Abrirlos a las sombras y luces que albergamos.

- 'Yo soy libre del temor, cuando me tocas tú...' Canta Lila Downs en el aire. Y nuestra susodicha cree que las miradas tocan también. 

Ustedes no lo saben, pero hasta este punto, este texto era un borrador. La narradora estaba profundamente convencida de la existencia sólo de aquellos a quienes se ve. Pero, hace unas horas, hablando - y llorando - consigo misma frente al retrovisor de su auto, Katrina Pepina ha descubierto que es mentira. Que está en un error.

- Las personas existen, sean vistas o no. - La vida transcurre y se desenvuelve. Uno no puede depender de ser visto para existir, para ser. Cada quien merece ser reconocido, valioso, independientemente de si se percata el mundo de su presencia o no. Cada vida tiene un significado, un propósito y un camino. Y aunque para el individuo común sea imposible verlo todo, alcanzarlo todo, darle sentido, existe una fuerza qué si puede hacerlo y le da valor e integridad a cada elemento del universo. Y cada cosa vale, es sagrada, eterna y mutable. 

Así ha decidido ella describirse, como alguien valiosa, sagrada (como las vacas en India), eterna su alma y mutable, adaptable, libre y líquida. 

- Basta de calcular mi valor por ser vista o no. Basta de calcular mi existencia y su significado en proporción a factores externos y juicios de desconocidos. Soy, y valgo, más allá del tiempo y del lugar, de la compañía y de la soledad, por el simple hecho de ser yo. 

Este mensaje es para ti, querido lector. No te veo, pero eres, vales y mereces. Te abrazo en estas letras. De manera atemporal. Gracias por estar aquí en este día de iluminación y ruptura de paradigmas. 

sábado, 10 de febrero de 2024

Doncias.

Seis muelas picadas. Limpieza, endodoncia, resina.
Ese fue el diagnóstico de la dentista. 
Cuatro semanas de dedicación y esfuerzo - sin contar el dinero - es lo que le ha costado a Katrina Pepina la restauración de dos de ellas.

Grapas en el paladar. Encías y labios rotos. Mandíbulas engarrotadas. 

Las dos muelas de casi atrás.
- Primeras molares - corrige la profesional.
Caries escondido. 
- Caries interproximal - escucha decir.

Todo empezó cuando a sus treintas, decidió qué era ya hora de enderezarse los dientes. Tenía uno que no cabía, uno del frente, al lado de los de conejito.
- Incisivo lateral -, le corrigen de nuevo.

Entonces acudió con su dentista de menos desconfianza. Amistad de años con la familia, cortesía y aprecio. 
Felizmente le preparó y le puso sus banditas en las muelas para que todo estuviera bien agarrado. 

El hoyo del frente se cubrió, el diente medio enderezó y la ortodoncia terminó. Tres años de su vida llena de fierros y con sabor a sangre. Pero pasó. 

Sonrisa bonita. 
- Ya no parezco chimuela - dice la susodicha.

Y no, no parece. Pero los médicos de los dientes no se percataron de que las bandas y el respectivo alimento qué se acumulaba - de verdad ella les decía -, carcomió las pobres muelas y se las estaba despachando.

Hasta el día en que mordió un turrón qué trajo desde quien sabe dónde, y no sólo el dulce tronó, sino también la muela junto con él. 

Dolor navideño. Negación, resistencia, comida en un solo cachete, enojo, temor, incertidumbre y comezón. Esos fueron sus síntomas. 

Hasta que vino aquí y escribió hace días. Y recordó qué Má no está para llevarla al dentista. Que le toca cuidarse solita. 

Y se llevó. 

Mientras hacia la anestesia y se le dormía la fosa nasal izquierda, Katrina Pepina pensaba en cómo de verdad ella sentía que algo no estaba muy bien ahí. En que preguntaba y pedía ayuda, pero como se veía todo bien por afuera, entonces no había qué buscar más adentro. 

Ustedes han leído por aquí en otras ocasiones su lamentación favorita, la pérdida del yo por el miren nomás. 

Y se puso triste por sus muelas. Fueron las valientes qué se sacrificaron, que se aventaron del Castillo de Chapultepec para que el diente condenado de enfrente se viera guapo. Aguantaron talladonas, fierros, placa y carne deshebrada para que el mundo viera belleza. O al menos, orden. 

Y se preguntó cuantos sacrificios más está uno dispuesto a hacer en nombre de lo que es noble, bueno y agradable a la vista. Recordó su casa, y cómo su changarro era la fachada bonita con todo combinado. Y su casa sigue sin pintarse desde que Má colgó los tenis. Pero también se alegró, porque poco a poquito ha ido limpiando y acomodando, y sabe que ese es uno de sus próximos pasos para ser más libre y vivir más en paz.

Hoy, esas dos muelas tienen resina, una está muerta. Pero ha decidido que no permitirá qué las qué faltan se derrumben solo por que no se ven. Qué lo que ella es se seque sólo por lo que el resto ve, y que su casa este chorreada sólo porque no tiene invitados y esta escasa de amigos. 

Eso no la detendrá. No más. 


jueves, 18 de enero de 2024

Ocho años después.

Hoy, el padre de un amigo ha fallecido.
Katrina Pepina lo recordaba siempre pero el tiempo y las circunstancias los habían alejado. 

Fue al funeral. A las seis de la mañana. Con su imprudencia acostumbrada. 

-Es la hora más bonita, cuando nadie está, cuando quien sufre se descubre solo de verdad.
El cansancio vence, la tristeza, el ajetreo y los pensamientos.

Y llegó. Le abrazó. Le escuchó. Rieron poquito, hablaron bien del difunto, le honraron y también lloraron al identificarse como aquellos de todos lados y de ninguno. Como si no hubieran pasado cuatro años. Como si el funeral anterior en el que estuvieron juntos -el de Má - hubiera sido ayer.

Y cuando salió de ahí, se sentía rara. Nostálgica, triste, feliz, sonámbula. Recordó lo mucho que lo estimaba, lo buena persona que era, cuánto la había apoyado, cómo no la juzgaba.

La última vez que lo había visto, fue entre una huida y vergüenza. No tuvo tiempo de decirle cuanto le estimaba, ni cómo disfrutaba sus platicas raras. Pensó que lo había perdido para siempre. 

Y hoy, como hace años, no hubo tiempo, ni juicio, ni afán. Solo voz y oído. Afecto limpio y paz. Y a pesar de la tristeza del entorno, fue feliz de poder estar ahí, justo cuando era útil. 

- Él no lo sabe, o tal vez si. Pero me salvó. De muchas maneras y veces. Me salvó.

miércoles, 17 de enero de 2024

¡Aguas!

El mundo está lleno de flores. 
Amarillas, violetas, naranjas, pocas azules. 
Invaden banquetas, jardines, arroyos. 
Aún en invierno, si miras atento, alguna se asoma, valiente, estoica, como si fuera para siempre. 

Katrina Pepina no puede dormir. 
Tiene dolor de cabeza, profundo cansancio y muchos pendientes. También harto sueño, pero no logra dormir. 

Escorbuto le trajo pastillas, agüita y un besito. 
Cachetina le compartió su cama. 

Está calientita, en pleno invierno, recién bañadita, todo es perfecto. 
Menos ella. 

Hace unos días, tuvo un sueño. Ella ama soñar.
Recuerda detalles, colores, personas. 
En su sueños visita lugares a los que despierta nunca ha ido. 
Vuela con Cachetina, sube a carrozas jaladas por caballos, habla con Má. 

Este sueño era raro. Ella sabe cuando ya había estado en algún sueño antes. Se mueve con fluidez por el lugar, sabe lo que va a suceder, conoce donde está cada cosa. Así era este. 
Parecía que lo había soñado hace varios años ya. 

Paredes con tirol pintadas de rosa palo, una casa del árbol con escalera de caracol, hecha de caracoles rotos, al lado de un lago qué más bien parecía una inundación. Una historia de cómo habían ahogado en él a una persona, una mujer joven.
Ella con varias mujeres, cuatro o cinco, se metían al lago. Un lago verde, como pozole.

Mucho miedo al estar flotando, como cuando en la vida real entró a ese cenote y luego recordó qué los mayas despedían a sus muertos arrojandolos ahí.

Flotaba, y sentía rozar en sus pies, cuerpos, carne, ramas.
Salió con urgencia. 
Y despertó. 

Sus sueños con agua le avisan cosas, sobre todo cuando se sumerge en ella.
Si está en agua clarita, cosas bonitas, alegría, salud. 
Río revuelto, agua de lluvia profunda, agua gris, le va a dar gripe o se va a enfermar. 
Y depende también de quienes estén en ella, el mismo destino. Y pasa. 

Pero nunca se había sumergido en agua color pozole. Ni sentido semejante terror. 

Y ahora, no puede dormir. Y se despertó en la mañana pensando en que ya debe arreglarse la muela que da lata. Hacerse estudios completitos. Maternarse. Y qué lata. Y qué miedo. 

Cuida su salud, hace ejercicio como albañil en vaciado, come proteínas y sonríe mucho. Ignora el trabajo a veces y procrastina. Estudia, pelea con Escorbuto y camina poquito. 

Siempre se sintió como una columna donde el mundo puede sostenerse. Esas que en una construcción caen al final. 
Pero cuando no se siente físicamente bien, cuando algo le pasa, se da cuenta de que no es una columna. 

Es una flor. 

Una de esas que crecen silvestres, de pétalos blancos y tallito alto, entre el pastito. 
Esas qué nacen nadie sabe cómo, ni de qué sobrevive, pero que se levanta radiante, resistiendo viento, perros, frío. 
Que brilla con el rocío de la mañana -su hora favorita-, y se sostiene con su débil fuerza, suficiente apenas para sí misma. 

Y si un día, algo alrededor cambia, si el equilibrio y la gracia qué la hicieron nacer se modifica, ella indudablemente, de la misma forma que ha nacido, morirá. 

Llena de ternura y de incertidumbre, con lágrimas en los ojos, observa lo efímero de su yo.

Tal vez nunca escriba qué significaba el pozole, porque no lo sepa o porque no lo quiera. Pero aquí se queda, para que deje dormir.