miércoles, 1 de mayo de 2024

Colombia.

Llegó sin esperarlo.

Lo soñaba desde muy joven, pero para ella, era un sueño vedado, imposible. 

Escuchaba el acento, veía las frutas exóticas y los colores. Las personas se agolpaban en las calles, de todos tipos, de toda gente. 

Desde que Katrina Pepina empezó a viajar, algo en ella le llamó. Le recordó el anhelo juvenil. 

Conoció una mujer maravillosa que tenía ese bonito acento costeño, que olía a maracuyá y piña, a vallenato y pájaros de colores.
Era hermosa. 

Rieron juntas, bailaron, compartieron. Y después de tres días, la historia se acabó. Era un encuentro fortuito, de esos que te marcan la vida y el corazón.

Las distancias y los tiempos hacían de su amistad un vínculo bonito, ligero, creativo. 

Y, contra todo pronóstico, estuvieron juntas otra vez. 

Juntas en la tierra del cacao y los quesos. La panela y el sol. 
La lluvia y la selva. El tinto y el pan. 

Era un sueño real.

Casas, edificios, paredes, todo era café. Y olía a café. 

Nubes de humo en ciudades grises. 
Ropas ligeras en calles empedradas. 
Casitas blancas, con tejados naranjas y gladiolas en las ventanas. 
Ruido, ruido. Algarabía de músicas felices.
Motocicletas por doquier. Gente entre los autos deprisa. Viento caliente y húmedo. 
Amaneceres de madrugada, anocheceres a media luz. 
Arroz, papas, patacones. 
Arepas con queso y chocolate bien caliente. Empanadas. 
Personas sentadas a la banqueta, niños en pañal. 

En esa tierra, en ese momento, les conoció. 

Una niña de rizos marrones llegando a su cintura, con ojos grandes y palabras entrecortadas. Bailadora, ilustradora perfecta, exigente, dulce como una chupeta de arequipe. Risueña, juguetona y tierna. 

A su lado, una dulce niña de cabellos largos, de labios rositas y sonrisa de ensueño. De corazón noble y de esperanzas grandes, leía un libro. Se le notaba qué tenia grande el corazón, se le notaba que no le cabía en el pecho. Que el mundo estaba por quedarle pequeño, eso se notaba. Pacificadora, obediente y también protectora de los suyos.

Un hombre con música en la boca y en el alma, cantaba todo el día, lo que fuera, como fuera, para alegrar a las tres mujercitas. Fuerte. Valiente en su vida del mundo, pero con una dulzura y una voluntad de amarlas tanto, que no temía servir, servir, servir lo necesario para que fueran felices. 

Esos eran ellos. Y estaban rodeados de personas maravillosas qué les amaban y que compartían sus risas y sus penas. Que eran la pimienta y las especias de esa receta familiar.

La mujer con olor a piña, cocinaba cada día, con talento, con gracia, con sabor. Así como bailaba, así como reía, así como vivía. De su cocina salían olores suaves, intensos, dulces y salados. Sabía hacer milagros con yuca y sal. El arroz y el coco se hermanaban, los quesos se gratinaban, las frutas reían. 

Katrina Pepina se sentía amada. Ella trataba de no hacer bulto. De fundirse con el cuadro de colores. De esconderse entre los perros mechudos y no dar lata. Pero de repente la tomaban de la mano, la sacaban a jalones de alegría, la llevaban a la plaza o a la montaña o al lago o a donde fuera. Le metían los paisajes por los ojos, la comida por la boca, a Sebastián y a Kaleth por las orejas. Le alimentaban la vida.

Amó. Amó todo lo que vió. Porque vió todo lo que valía la pena ver. Árboles, animales, flores, lluvia, sol, tierra color mostaza, edificios naranjas, nubes llenas de agua y del calor del Ecuador. Mercados llenos de fruta y moscas, embutidos y quesos variados, hormigas que se comen, agua de la cascada, paisajes desde la montaña. 

Voló, rompió sus miedos y voló sola. A otra tierra, a otra realidad. Pero también voló de verdad, sobre un paraje, atada a una cuerda, con el corazón en el estómago. A cientos de pies de altura, los suyos se columpiaban, viendo la pequeñez del mundo y la vanidad de la vida.

Y al bajar de ese vuelo, estaban ahí. Esas dos niñas que se habían ganado su corazón. La abrazaban, le pintaban la carita. Le pedían cuentos y se reían de ella antes de dormir. Le subían los pies por la noche y le aventaban a los perros para que los quisiera. Bajo el aire del ventilador, en el amanecer, Katrina Pepina despertaba, estaban ahí. Despeinadas, contentas, en paz. Y las amaba. 

Ya no tuvo miedo. Todo se fué. El amor echa fuera el miedo, dicen por ahí. Y aquí pasó. Se sintió en casa. En una casa amarilla, azul y roja. En una casa con olor a patacón frito y a caldo de carne. A limonada fresca. A amor. 

El tiempo pasará, la vida también. Pero en ella quedará esta historia como el sello en el papel. Imborrable, único, real. Y será al final, sólo el sello y este cuento, los que atestigüen la belleza y la veracidad de esta aventura que Katrina Pepina quiere recordar hasta el final de sus días. 

5 comentarios:

  1. Ameee este cuento, lo leímos, lloramos al leer esta hermosa historia quedarás en nuestros corazones

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  2. Simplemente maravilloso , vivi a través de estas letras, vivi a través de la historia.. Me di cuenta que el mundo es tan grande y que falta ver mas haya del vaso de agua..
    Este cuento me dio esperanza, de vivir, de seguir, de conocer, de disfrutar, de amar.

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    1. Gracias por estar aquí. La vida es corta y el mundo gigante. Merecemos Esperanza y alegría. Un abrazo.

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  3. Que hermoso, definitivamente me transportaste ahí!

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