Besos. Abrazos. Sonrisas. Empanadas de carne molida y Pepsi. De eso ha sido su día.
De pura familia, vida, amor y dulzura.
- ¿Quién dijo que no se podía? - pregunta retadora la de los cachetes adoloridos de que no le cabe la sonrisa.
Hoy, después de mucho tiempo - meses más o menos- Katrina Pepina es plenamente feliz. No le falta nada. No quiere nada. No necesita nada. Ellos lo son todo. Escorbuto y Cachetina, con sus ojos marrón claro, tan parecidos el uno al otro, la miran por la casa loca de felicidad como una vil cabra. Le abrazan, le miman, la regañan también.
Qué importa. Que digan misa. Que Cachetina corra por la casa llena de tierra en el cabello. Que Escorbuto reniegue porque le toca amasar y armar las empanadas. Qué le hace, - diría sabiamente abuelita - no pasa nada.
Sus gritos y sus risas llenan las habitaciones, calientan la casa de techos altos y corrientes de aire. Se ahuma la cocina.
El corazón de Katrina Pepina se ahuma también. Unas lagrimitas le asoman por los ojos, - si, también por esto chilla - está tan agradecida.
Ellos son las vitaminas de su vida. Son su jala y empuja. Su levántate que si costea. Pedazos de su propia vida con pies ajenos.
- Qué bendición, qué fortuna. - dice, mientras se receta un strudel de manzana y una taza calientita de cacao con los que ama.