sábado, 10 de febrero de 2024

Doncias.

Seis muelas picadas. Limpieza, endodoncia, resina.
Ese fue el diagnóstico de la dentista. 
Cuatro semanas de dedicación y esfuerzo - sin contar el dinero - es lo que le ha costado a Katrina Pepina la restauración de dos de ellas.

Grapas en el paladar. Encías y labios rotos. Mandíbulas engarrotadas. 

Las dos muelas de casi atrás.
- Primeras molares - corrige la profesional.
Caries escondido. 
- Caries interproximal - escucha decir.

Todo empezó cuando a sus treintas, decidió qué era ya hora de enderezarse los dientes. Tenía uno que no cabía, uno del frente, al lado de los de conejito.
- Incisivo lateral -, le corrigen de nuevo.

Entonces acudió con su dentista de menos desconfianza. Amistad de años con la familia, cortesía y aprecio. 
Felizmente le preparó y le puso sus banditas en las muelas para que todo estuviera bien agarrado. 

El hoyo del frente se cubrió, el diente medio enderezó y la ortodoncia terminó. Tres años de su vida llena de fierros y con sabor a sangre. Pero pasó. 

Sonrisa bonita. 
- Ya no parezco chimuela - dice la susodicha.

Y no, no parece. Pero los médicos de los dientes no se percataron de que las bandas y el respectivo alimento qué se acumulaba - de verdad ella les decía -, carcomió las pobres muelas y se las estaba despachando.

Hasta el día en que mordió un turrón qué trajo desde quien sabe dónde, y no sólo el dulce tronó, sino también la muela junto con él. 

Dolor navideño. Negación, resistencia, comida en un solo cachete, enojo, temor, incertidumbre y comezón. Esos fueron sus síntomas. 

Hasta que vino aquí y escribió hace días. Y recordó qué Má no está para llevarla al dentista. Que le toca cuidarse solita. 

Y se llevó. 

Mientras hacia la anestesia y se le dormía la fosa nasal izquierda, Katrina Pepina pensaba en cómo de verdad ella sentía que algo no estaba muy bien ahí. En que preguntaba y pedía ayuda, pero como se veía todo bien por afuera, entonces no había qué buscar más adentro. 

Ustedes han leído por aquí en otras ocasiones su lamentación favorita, la pérdida del yo por el miren nomás. 

Y se puso triste por sus muelas. Fueron las valientes qué se sacrificaron, que se aventaron del Castillo de Chapultepec para que el diente condenado de enfrente se viera guapo. Aguantaron talladonas, fierros, placa y carne deshebrada para que el mundo viera belleza. O al menos, orden. 

Y se preguntó cuantos sacrificios más está uno dispuesto a hacer en nombre de lo que es noble, bueno y agradable a la vista. Recordó su casa, y cómo su changarro era la fachada bonita con todo combinado. Y su casa sigue sin pintarse desde que Má colgó los tenis. Pero también se alegró, porque poco a poquito ha ido limpiando y acomodando, y sabe que ese es uno de sus próximos pasos para ser más libre y vivir más en paz.

Hoy, esas dos muelas tienen resina, una está muerta. Pero ha decidido que no permitirá qué las qué faltan se derrumben solo por que no se ven. Qué lo que ella es se seque sólo por lo que el resto ve, y que su casa este chorreada sólo porque no tiene invitados y esta escasa de amigos. 

Eso no la detendrá. No más. 


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