Katrina Pepina lo recordaba siempre pero el tiempo y las circunstancias los habían alejado.
Fue al funeral. A las seis de la mañana. Con su imprudencia acostumbrada.
-Es la hora más bonita, cuando nadie está, cuando quien sufre se descubre solo de verdad.
El cansancio vence, la tristeza, el ajetreo y los pensamientos.
Y llegó. Le abrazó. Le escuchó. Rieron poquito, hablaron bien del difunto, le honraron y también lloraron al identificarse como aquellos de todos lados y de ninguno. Como si no hubieran pasado cuatro años. Como si el funeral anterior en el que estuvieron juntos -el de Má - hubiera sido ayer.
Y cuando salió de ahí, se sentía rara. Nostálgica, triste, feliz, sonámbula. Recordó lo mucho que lo estimaba, lo buena persona que era, cuánto la había apoyado, cómo no la juzgaba.
La última vez que lo había visto, fue entre una huida y vergüenza. No tuvo tiempo de decirle cuanto le estimaba, ni cómo disfrutaba sus platicas raras. Pensó que lo había perdido para siempre.
Y hoy, como hace años, no hubo tiempo, ni juicio, ni afán. Solo voz y oído. Afecto limpio y paz. Y a pesar de la tristeza del entorno, fue feliz de poder estar ahí, justo cuando era útil.
- Él no lo sabe, o tal vez si. Pero me salvó. De muchas maneras y veces. Me salvó.
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