domingo, 27 de octubre de 2024

Parenting

Criar hijos no es nada sencillo. Un ser humano frágil y totalmente expuesto al mundo, sale de su lugar seguro, donde tiene todo lo que necesita y un poco más.


Cierto es que el espacio no es muy amplio pero se vive bien. La temperatura es apropiada, la comida llega a tiempo y no hay mucho riesgo de lastimarse o enfermar.


Pero al salir, conoce a dos seres humanos (podría variar) que de repente le tienen que cuidar de morir, literalmente.


Que respire, que coma, que duerma, que aprenda, que no se pierda. Que vuelva a casa.

Hay que revisar que el ser humano a cargo se desenvuelva dentro de la sociedad, se adapte al mundo de la tecnología, que pueda quedarse solo en dado momento.


Y así lo vivieron Lú y Al. Ellos saben cuidar gatos, perros, incluso lagartijas. Pero en su última salida romántica se les ocurrió adoptar a Katrina Pepina.


Ya les andaba.


La adoptada viene de un lugar sin cine. Con cuatro semáforos y donde si tienes suerte y maña te robas unos elotes de la milpa del vecino y ya comiste. Si eres mejor persona, el vecino te los regala.


Y de repente se sube a un avión del tamaño de una ballena donde puede entender qué fue lo que Dios hizo cuando reborujó a los de Babel. Nadie entendía a nadie y ella menos.


Los padres advenedizos de todo corazón la reciben. La suben al tren, al camión, al metro. La alimentan y le ayudan con la condenada maleta donde parecía que traía piedras, pero no, traía ropa floreada y de colores raros, calzones flojos.


Ellos también estaban aprendiendo.


Como en todo matrimonio, el amor es eterno y se supone que los hijos vienen a afianzar ese amor. Los que son padres se están riendo en este punto, probablemente. 


¿Cómo van a poder quererse si están ocupados cuidando que el crío no perezca?


Así les tocó. Aquí la vida no es justa y del otro lado del mundo tampoco. Katrina Pepina contribuía lo más posible pero a veces se le iban los pies y había que ayudarla. 


Hermoso pero doloroso en su tiempo fue el momento aquel en que colapsaron juntos. Nada que los detuviera, ni una red de seguridad. Cansados, débiles y hastiados de la superficialidad del mundo, de madrugada, anhelantes de un baño caliente y una noche de descanso, llegaron a casa. Su casa. Pero no había manera de entrar. De pie, bajo la lluvia y llenos de frío, se derrumbaron. Entre lágrimas de fatiga y desesperación, tratando de mantener la calma por la creatura presente. 


Eso se supone que hacen los buenos padres. 


Pero, son tan humanos, tan imperfectos, tan reales, que no siempre pueden. Y todos sufren en el acto. Sin embargo, cierto es que el amor une, sana, perdona y limpia. Con calma, él vuelve a mostrarse entre los ojos, clareados por el agua salada. Sale por las manos, toca, abraza. Se vuelve un techo bajo la lluvia de otoño, en cualquier lugar. 


Y así, se reconocieron. Con todo e hija postiza, recordaron quiénes eran y qué los unía, más allá de salvar a éste ser humano. Y fué bellísimo, para Katrina Pepina, conocerlos así, transparentes, juntos, entregados. 


Al final, lo lograron. Mantuvieron la cría con vida, la educaron, la enriquecieron. La soltaron a volar. Y siguieron amándose y cuidándose el uno al otro, como lo prometieron esa noche de lluvia. 


  • Entonces, así se siente. Qué bonito. - pensó Katrina Pepina, agradeciendo que la vida le hubiera concedido dos anhelos de su corazón, de una sola vez. 

martes, 15 de octubre de 2024

Los tenis.

Eran preciosos. Perfectos.

Katrina Pepina los quiso desde que los vió. 

Definitivamente no eran baratos, costaría mucho esfuerzo conseguirlos.


No podía pensar en nada más.

Los quería, los quería.

No sabía muy bien porqué. 


Desde que se dedica al fitness - wow, dicen unos. Pérdida de tiempo, dicen otros- nuestra autora anda echándole al ropero algunas prendas variadas para motivarse y reconocer su profundo esfuerzo de cada mañana y también de cada noche.


Esperó pacientemente el momento oportuno para afianzar los dichosos zapatos deportivos, los repasaba en las fotos, una y otra vez, preguntándose si de verdad eran tan cómodos y suaves como los hacía ver el fabricante. 


Combinaban con todo, servían para todo, aguantaban todo. Justo lo que necesitaba.


Un día, de esos en los que uno se levanta valiente, los pidió.


Y llegaron.


Si, si eran suaves. Flexibles, de color increíble. Aterciopelados al tacto y justo de su medida.


Pero tenían un serio defecto. Le lastimaban.


Al principio no lo sentía. ¡Los había esperado tanto!


Después, una leve molestia. Si, tal vez estaba la planta del pie un poco a desnivel, pero seguro era porque eran nuevos. Pasaría y se acomodarían.


Un día se fue de viaje. Y se los llevó puestos. Serían los favoritos, los que llevaría a todos lados, la caja sobre las cajas.


Durante el viaje, cargó algo muy pesado. Fue soberbia al pensar que ella lo podía todo, lo aguantaba todo, que tenía que hacerlo todo.


Gran error.


Sus pies cedieron. Sus tobillos. Sus rodillas.

El dolor la invadió. 


Depresión. Frustración. Ira. Impotencia. Tristeza.


Toda su gracia, su fortaleza, su disciplina, su alegría y su pretensión, habían sido derrumbados por un par de zapatos. Su ego herido reclamaba justicia. La idealización había opacado las señales de alerta que le gritaban que parara, que dolían, que no eran para ella.


¿Cómo algo tan anhelado podía hacerle daño?


Tuvo que parar. Contra su voluntad, contra su deseo y contra su vanidad. Tuvo que parar. Recordó con nostalgia los momentos en que podía caminar, correr, saltar a dos pies. 


Lloró amargamente sus heridas que, aunque no se veían por fuera, dolían tanto que no la dejaban dormir.


Odió los tenis. Los aborreció, y los echó al fondo, en un rincón.


No ha sido fácil. Ya no los odia. Son sólo zapatos. Ella los hizo grandes, los idealizó. Los ve a veces y a pesar de todo, con gratitud recuerda la gran lección que le dejaron. Fueron mucho más caros de lo que jamás pensó, pero también le recordaron que las señales no deben ser ignoradas, que si duele hay que parar, que no todo es como queremos creer, y que nosotros mismos le damos el valor a lo que creemos que lo merece.


Mientras tanto, cada día que Katrina Pepina logra hacer una sentadilla, un desplante, un brinquito de alegría, es una victoria que se registra en su libro de la vida, sin importar cuál par de zapatos use hoy.


jueves, 10 de octubre de 2024

Cara.

Era coreana, si. Pequeña y de cabello alto en un chongo muy particular. 

Vestía de negro. Neutra, práctica, sencilla.

Quien la hubiera mirado, jamás hubiese imaginado su entereza y su carácter aguerrido. Su corazón.


Llegó en el momento oportuno. Cuando todo se derrumbaba. 


Katrina Pepina temblaba de miedo y de frío, de soledad. 

Estaba sentada del otro lado del mundo, en una estación de autobús que era más bien un pequeño tejaban y algunas bancas, de madrugada, llovía.


  • No debe ser tan difícil - se dijo cuando compró el boleto por internet para viajar a la ciudad de las estatuas.


No lo fué. Ahora no lo es. Porque sabe cómo se hace. Pero en aquel instante, era lo más difícil que había hecho en toda su vida.


Nadie la entendía, ni en español ni en inglés. Los adultos italianos se negaban a ayudarle y los que trataban le decían que era una locura estar ahí a la una de la madrugada. 


Su teléfono estaba por apagarse. 


Llamó a Escorbuto, le dijo todo. Menos que un albano la estaba acosando a ratos. Eso no. Ya bastante tenía el pobre con saberla lejos y loca como para preocuparse por más.


Se resistía a llorar porque no quería que los de alrededor la vieran más frágil, más asustada, más sola.


Y ella llegó.


Con su gran maleta, su mochila al hombro, su libreta en mano. Y hablaba inglés. 


La escuchó, la entendió. Se esforzó por ayudarle a buscar ese autubús que según los locales, no existía. 


  • Tranquila. Esperaremos juntas. - Le dijo. 


Y se puso a escribir. Una libreta pequeña y una pluma. Concentrada, con su maleta como mesa y su mochila siempre en el brazo. Pensaba, y escribía. 


Katrina Pepina la miraba. ¿Cómo podía estar tan serena? Al menos hasta que llegara su autobús, estaría segura.


Alguien más llegó. Un joven chino con ropa de diseñador. Lleno de estilo, pero también de ansiedad. Su batería también estaba por terminarse. 


Ella fue el centro de todo. Era amable, protectora, interesada de manera muy genuina en los demás. 


  • Voy al Oktoberfest, contó. Tengo dos meses viajando por Europa y lo he disfrutado mucho.
  • Yo estudio aquí en Polonia, en bellas artes - contaba el diseñador de moda. 


Katrina Pepina escuchaba. Cara hablaba inglés, él italiano. Cachaba lo más que podía. Compartieron dulces, muchas risas y consejos de viaje. 


  • No corras, - le dijo. No tienes que verlo todo. Tienes que disfrutarlo y eso no se hace corriendo. 


Tenía razón.


No sabía que iba a pasar. No sabía si el camión iba a llegar. No sabía si vería a sus amigos. Pero ahora estaba tan agradecida y feliz que estar ahí, otra vez valía la pena, merecía la oportunidad.


Mas personas empezaron a llegar. Viajeros de todos lados que, como ella, estaban ahí, retando el sueño, el tiempo, la vida como la conocemos. 


Su autobús llegó primero. La vida acomodó todo de manera tan perfecta, para que ese camión que  supuestamente no existía, existiera esa noche y contra todo pronóstico, llegara casi a tiempo.


Katrina Pepina les abrazó y se alegró. Y ellos, en la estación, se quedaron contentos de saberla segura y en camino a la ciudad de las estatuas. 


Ellos no lo saben, pero esa noche la salvaron de rendirse, de llorar. De darle la razón al mundo acerca de porqué no deben perseguirse los sueños, de quedarse amanecida en una banca sin tener a donde ir.


De esto solo quedó un separador de libros tradicional coreano y un recuerdo que pudo haber sido un sueño. Pero que ahora permanece para siempre aquí, en estas palabras.