Criar hijos no es nada sencillo. Un ser humano frágil y totalmente expuesto al mundo, sale de su lugar seguro, donde tiene todo lo que necesita y un poco más.
Cierto es que el espacio no es muy amplio pero se vive bien. La temperatura es apropiada, la comida llega a tiempo y no hay mucho riesgo de lastimarse o enfermar.
Pero al salir, conoce a dos seres humanos (podría variar) que de repente le tienen que cuidar de morir, literalmente.
Que respire, que coma, que duerma, que aprenda, que no se pierda. Que vuelva a casa.
Hay que revisar que el ser humano a cargo se desenvuelva dentro de la sociedad, se adapte al mundo de la tecnología, que pueda quedarse solo en dado momento.
Y así lo vivieron Lú y Al. Ellos saben cuidar gatos, perros, incluso lagartijas. Pero en su última salida romántica se les ocurrió adoptar a Katrina Pepina.
Ya les andaba.
La adoptada viene de un lugar sin cine. Con cuatro semáforos y donde si tienes suerte y maña te robas unos elotes de la milpa del vecino y ya comiste. Si eres mejor persona, el vecino te los regala.
Y de repente se sube a un avión del tamaño de una ballena donde puede entender qué fue lo que Dios hizo cuando reborujó a los de Babel. Nadie entendía a nadie y ella menos.
Los padres advenedizos de todo corazón la reciben. La suben al tren, al camión, al metro. La alimentan y le ayudan con la condenada maleta donde parecía que traía piedras, pero no, traía ropa floreada y de colores raros, calzones flojos.
Ellos también estaban aprendiendo.
Como en todo matrimonio, el amor es eterno y se supone que los hijos vienen a afianzar ese amor. Los que son padres se están riendo en este punto, probablemente.
¿Cómo van a poder quererse si están ocupados cuidando que el crío no perezca?
Así les tocó. Aquí la vida no es justa y del otro lado del mundo tampoco. Katrina Pepina contribuía lo más posible pero a veces se le iban los pies y había que ayudarla.
Hermoso pero doloroso en su tiempo fue el momento aquel en que colapsaron juntos. Nada que los detuviera, ni una red de seguridad. Cansados, débiles y hastiados de la superficialidad del mundo, de madrugada, anhelantes de un baño caliente y una noche de descanso, llegaron a casa. Su casa. Pero no había manera de entrar. De pie, bajo la lluvia y llenos de frío, se derrumbaron. Entre lágrimas de fatiga y desesperación, tratando de mantener la calma por la creatura presente.
Eso se supone que hacen los buenos padres.
Pero, son tan humanos, tan imperfectos, tan reales, que no siempre pueden. Y todos sufren en el acto. Sin embargo, cierto es que el amor une, sana, perdona y limpia. Con calma, él vuelve a mostrarse entre los ojos, clareados por el agua salada. Sale por las manos, toca, abraza. Se vuelve un techo bajo la lluvia de otoño, en cualquier lugar.
Y así, se reconocieron. Con todo e hija postiza, recordaron quiénes eran y qué los unía, más allá de salvar a éste ser humano. Y fué bellísimo, para Katrina Pepina, conocerlos así, transparentes, juntos, entregados.
Al final, lo lograron. Mantuvieron la cría con vida, la educaron, la enriquecieron. La soltaron a volar. Y siguieron amándose y cuidándose el uno al otro, como lo prometieron esa noche de lluvia.
- Entonces, así se siente. Qué bonito. - pensó Katrina Pepina, agradeciendo que la vida le hubiera concedido dos anhelos de su corazón, de una sola vez.
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